Sobre democracias y transiciones: del poder de los fantasmas.
(Artículo publicado en la sección de opinión del diario La Vanguardia el 6 de enero de 2007)
Desde Shakespeare a Marx se nos ha advertido del poder de los espectros en nuestra modernidad política. Para ambos, los fantasmas del pasado atormentan la conciencia de los vivos en la reivindicación de sus causas; produciendo una escena de tremenda división y permanentes desencuentros entre los que aún habitan el mundo que ellos han dejado.
La reciente muerte Augusto Pinochet y las escenas que se han vivido en Chile en los últimos días no son más que un ejemplo del tormento que suelen causar los espectros en la vida política. Con su muerte y su reaparición espectral en las conciencias y actitudes de los vivos, estos muertos, ejercen un poder liberador y traumático. En última instancia, con su muerte, a la vez que abren la posibilidad de una narración memoriosa permiten la reivindicación de su causa. Las democracias occidentales surgidas de procesos de transición –democrática-, y en particular, la gran mayoría de las democracias iberoamericanas, se encuentran amenazadas constantemente por este poder. Es que estos muertos, no son cualquier muerto.
Se ha calificado, muchas veces, al proceso chileno como un modelo virtuoso de transición democrática. Se argumentó, y aún se argumenta, que su ordenado e institucionalizado proceso permitió el avance hacia una democracia “sana” y “estable” que conjuró la garantía de un fuerte proceso de estabilidad y crecimiento económico. Chile –por no decir España-, es siempre un caso ejemplar. ¿Son entonces estas variables suficientes para que la democracia se inmunice frente al poder de los espectros de su pasado?.
La transición chilena (a diferencia de otros procesos del mundo iberoamericano) fue fiel al vocablo. Pese a que se restablecieron las libertades civiles y políticas, los responsables de los años de oscuridad siguieron presentes en la vida pública. Y no de cualquier manera. Pinochet, ya en democracia, continuó a cargo del ejército chileno y luego se convirtió en senador vitalicio. La ruptura con los valores que lo habían llevado al poder no implicó su exclusión del juego político. Se argumentará que, por cuestiones de pragmatismo político, su presencia garantizaba la estabilidad y la continuidad de la exitosa transición. Y tal vez este argumento sea poderoso. El consenso, el silencio y el pacto cumplen, en este tipo de transición, el rol de garantes de la paz venidera. Garantías de estabilidad institucional y progreso económico tienen aquí el coste de guardar dentro del sistema mismo el germen que antaño lo destruyó.
¿Dónde encontrar entonces el elemento último de legitimidad de la democracia capaz de inmunizarla del poder del pasado? Parece ser que la mera estabilidad institucional y el progreso económico no son suficientes pera desterrar el poder de las causas de estos muertos de una vez y para siempre. Es que sencillamente estas variables no son el elemento clave del régimen democrático. Su característica principal se encuentra en su misma indeterminación. Es decir, en la capacidad de poner en cuestión de manera constante sus mismos principios de legitimidad.
La indeterminación no implica la vacuidad de sus valores sino que, por el contrario, presupone la apertura de la discusión constante sobre sus cimientos. Poner en discusión los propios fundamentos de la constitución del régimen democrático implica a la vez poner en juego la narración del origen del mismo. Y esta posibilidad de narrar constantemente sus fundamentos es capaz de inmunizar a la democracia del poder de los espectros simplemente porque sus causas han de ser juzgadas en cada narración. No hay nada sacro en la fundación democrática, simplemente hay indeterminación en su centro.
Ahora bien, entendido así el régimen democrático, se ilumina el asunto. La inmunidad frente a los espectros sólo se logra en el juicio de las causas de los vivos. En el destierro del silencio. En la asunción de las responsabilidades del pasado. Pese, entonces, al avance institucional y económico, no existe inmunidad frente al poder de los muertos si estos no han sido juzgados políticamente y, virtualmente, condenados o redimidos. Sólo en ese momento, cuando la apertura de la discusión se presenta, cuando los relatos se reconstruyen, la transición llega a su fin para dar paso, finalmente, a la democracia. Ciertamente, Pinochet no fue juzgado en Chile, y la transición democrática chilena fue santificada por numerosas voces y especialistas
El reciente caso de Chile sólo puede llevarnos al camino de la reflexión. Si, pese a la estabilidad institucional y económica de algunas democracias-liberales del mundo iberoamericano, se deja cerrado bajo llave sagrada la discusión sobre los fundamentos de sus principios y sobre su origen, es imposible garantizar la inmunidad de éstas frente a la capacidad y poder de los espectros del pasado. Fantasmas que, como alguien ya dijo alguna vez, oprimen el cerebro de los vivos. Puede modificarse el pensamiento individual y las actitudes en el presente de muchos, pero eso no implica la ausencia de las responsabilidades del pasado. En esa asunción y en la desacralización del origen se encuentra la única garantía de que las jóvenes democracias logren desterrar a los espectros del pasado que las atormentan. El debate, entonces, sobre las transiciones y la democracia, sólo puede y debe, quedar nuevamente abierto.
Por:
Nicolás Patrici
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