El día lo sorprendió. La sensación de la mañana húmeda y cálida lo obligó a levantarse rápido. Miró por la ventana, el mar parecía inmenso. Tomó el tren y partió.
Decidió bajarse en la Plaza Catalunya y caminar. Se movía a paso rápido –él siempre iba apurado- por las Ramblas mirándolo todo, como queriéndolo registrar una vez más. Recordó la primera vez que había visto la avenida Passeig de Gracia, pensó que esta vez la encontraba más linda que aquella. –La verdad es que no me había gustado mucho, no era gran cosa- pensó para si mientras asombrado miraba La Pedrera.
Se detuvo, como cada vez que cumplía con su rutina mensual, en el café de la esquina. El mozo, que hacía ya 3 años que lo veía, sin dudar le sirvió un café largo y le alcanzó La Vanguardia. En ese momento miró el reloj. Eran las 9.00 de la mañana. Sabía que su compromiso burocrático no se iba a concretar sino hasta las 10.30 –es que en este país todo es lento, pensó por enésima vez-. Pese a que uno de sus placeres más grandes consistía en la rutinaria tarea de mirar el diario por la mañana mientras tomaba un café que ya le sabía familiar, este día no lo hizo.
Por primera vez en mucho tiempo se tomó un respiro. Su vista se perdió en la gente que caminaba por la rambla de Catalunya. Miró. Miró y miró. Un encargado de edificio corría con una correspondencia mientras un ciclomotor frenaba por la obra que estaban haciendo, un muchacho de unos veinte años preguntaba una dirección. Por un momento esa visión lo cautivó. Se vio a sí mismo unos cuantos años atrás.
El tiempo pareció detenerse. Ni el ruido de las bocinas, ni el calor agobiante que amenazaba con aparecer, ni el olor a café lo sacaron de su estado. Miraba fijo el edificio de la Diputaciò y el banco que, aferrado al piso, adorna la rambla. Por un minuto una sensación de nostalgia lo invadió. Recordó aquel día en que cargado de apuros y de papeles se sentó cansado en ese banco.
Había sido su primer día en la ciudad. Recordó su asombro cuando miró la cúpula del edificio de la Diputaciò. Pensó que desde aquel día no lo había vuelto a mirar a pesar de haber pasado por allí más de un millar de veces. Es que a veces, se dijo recordando un comentario, los lugares que el primer día son extraños mágicamente se transforman en habituales.
Un taladro lo rescató de la ensoñación. Era hora de realizar el trámite, por última vez.
***
Tomo el metro al salir. No volvió a detenerse en la Diputaciò, ni en su banco, ni en ningún recuerdo. Quería escapar de ellos. No podía permitirse la nostalgia que le producía un lugar que no era el de él. Sin embargo la sensación volvió a asaltarlo en el metro. Ese olor. Ese olor, se repetía a si mismo. Ese aroma poco agradable del metro barcelonés lo transportaba. Lo llevaba a otro tiempo. Un tiempo que estaba muriendo.
No rompió con su rutina. Se encontró con su amigo. Un saludo ameno, una charla normal y las quejas de siempre. Mientras su compañero hablaba con el inglés más familiar de todos, él pensaba en cómo ese hombre podía haberse convertido en su amigo. Pero lo era. Lo conocía a la perfección. Habían vivido juntos al llegar. Habían vivido juntos muchas más cosas de las que él podía haber imaginado. Habían compartido soledades, llantos, muchos llantos, y muchas risas. Habían creado un código secreto entre ambos hacía ya mucho tiempo.
Por uno de esos códigos podía él usar la oficina de su amigo. Eso hizo. Como siempre. Como un día más. Entre cigarrillo y cigarrillo en el balcón de esa universidad había conversado tantas cosas con aquel hombre que hasta hoy no sabía donde estaba Uruguay.
***
Era su última vez. Al menos eso sentía. Ya nada sería igual. Ya nada era igual. Sintió que sino partía rápido una rara tristeza lo abrazaría. Tenía que ver algunos amigos pero prefirió posponer sus compromisos y dedicarse a lo que más le gustaba hacer en Barcelona. Perder horas en la librería la Central de la calle Elizabets en el Raval.
Esa calle tenía un encanto que lo había atrapado desde el primer día. Una calle que no tenía nada de extraordinario lo enamoró desde el día que llegó. De un lado un hotel que intentaba vender un diseño, del otro, una vieja iglesia convertida en instituto de investigación y a su lado, en silencio, un viejo convento convertido en librería.
Entró. El olor a libros lo abrazó. Tenía más de dos horas y las pensaba perder en esa librería.
La planta baja estaba cargada de literatura. Buscó y buscó. Ojeó todo lo que pudo y le recomendaban. Hasta que Borges lo asaltó. Había visto en Ámsterdam un ejemplar de ese libro en casa de un amigo. Se acercó a él con respeto. Lo abrió. Y se perdió en él durante un tiempo. Bioy conversando con Borges. Era demasiado, pensó. Cada página podia sacarle horas de su lectura obligada. Al fin y al cabo debía terminar de una vez su tesis doctoral. No podía seguir entreteniéndose con Borges.
Soltó el tomo con bronca. Como quien no quiere desprenderse de algo. Enseguida vio que habían traído una nueva edición de las obras completas de Shakespeare. Como un goloso se avalanchó sobre el gigante libro. Era en Inglés. Una belleza. Instantáneamente fue a Hamlet. Hamlet le traía recuerdos. Tal vez hasta por él había conocido a su pareja. Hamlet era su inspiración siempre. Es que no falta nada en esa obra donde la modernidad se resume en un párrafo. Donde se muestra el poder de los fantasmas. Donde se insinúa el individualismo, el liberalismo y sus propias imposibilidades. Donde la sangre, la fatasmalogía y la duda racional lo constituyen todo.
Miró el Borges de Bioy y el tomo en inglés de Shakespeare. No podía otra vez, permitírselo. Ya llegará el momento, se dijo. No había tiempo que perder. Necesitaba salir de esa sección antes de encontrar algo más. Pessoa amenazaba con aparecer en cualquier momento. Demasiados recuerdos. Se apuró para subir al primer piso. Ese si le era familiar.
Historia en el entresuelo a la derecha, a la izquierda teoría política y en cada costado antropología y sociología. Lo conocía de memoria. Hasta todavía estaba el tomo que reservó y nunca compró de la Historia secreta de los mongoles. Miró las novedades. Nada nuevo, salvo una traducción de Koselleck de Tecnos que le llamaba la atención. Pensó que Tecnos había leído su pensamiento, estaban traduciendo aquellos libros que él pensaba a nadie ya le importaban un bledo. A la derecha de Koselleck una nueva edición de Mar y Tierra (quien se hubiese atrevido a ponerla a la Izquierda!). Hacía meses que el traductor se había comprometido a enviarle un ejemplar. Tuvo la tentación de comprarla pero desistió. Debía confiar en su colega.
En su mente sólo había una cosa. Encontrar las cartas de Strauss a Schmitt. Había, según Internet, un ejemplar. Pero no estaba. Irene, paciente empleada que ya conocía los pedidos estrambóticos que él solía hacer, le dijo calmándolo, como se calma a un niño caprichoso, que el jueves lo podía retirar. Sintió frustración, pero Irene –quien por observación conocía los placeres de su cliente- inmediatamente lo sedujo con una nueva edición del Nomos de la Tierra. Imposible resistir la tentación. Fue entonces cuando en la mesa principal vio un tomo que le sonaba conocido. Lo abrió. Vio escrito en el capítulo 4 su nombre. Sonrió, y con una lentitud extraña en él lo dejó donde estaba. Lo invadió el orgullo. Compartía, aunque limitada y ocultamente, cartel con los sabios que habitaban los estantes. Casi casi, sintió vergüenza.
Salió con su flamante Nomos y una traducción castellana difícil de encontrar de Strauss. Sintió orgullo. Se sentó, como lo hacía ya hace muchos años, en el café de la librería a ojear con gula sus nuevos tesoros. Esta vez, dado que había visto su nombre en esa mesa, no leyó. Estaba demasiado nervioso, ansioso, avergonzado y orgulloso como para hacerlo.
Volvió a recordar el primer libro que había comprado hacía mas de tres años en esa misma librería de sus sueños: “Natural Right and History”, podía hasta recordar de que lugar del estante lo sacó.
Decidió bajarse en la Plaza Catalunya y caminar. Se movía a paso rápido –él siempre iba apurado- por las Ramblas mirándolo todo, como queriéndolo registrar una vez más. Recordó la primera vez que había visto la avenida Passeig de Gracia, pensó que esta vez la encontraba más linda que aquella. –La verdad es que no me había gustado mucho, no era gran cosa- pensó para si mientras asombrado miraba La Pedrera.
Se detuvo, como cada vez que cumplía con su rutina mensual, en el café de la esquina. El mozo, que hacía ya 3 años que lo veía, sin dudar le sirvió un café largo y le alcanzó La Vanguardia. En ese momento miró el reloj. Eran las 9.00 de la mañana. Sabía que su compromiso burocrático no se iba a concretar sino hasta las 10.30 –es que en este país todo es lento, pensó por enésima vez-. Pese a que uno de sus placeres más grandes consistía en la rutinaria tarea de mirar el diario por la mañana mientras tomaba un café que ya le sabía familiar, este día no lo hizo.
Por primera vez en mucho tiempo se tomó un respiro. Su vista se perdió en la gente que caminaba por la rambla de Catalunya. Miró. Miró y miró. Un encargado de edificio corría con una correspondencia mientras un ciclomotor frenaba por la obra que estaban haciendo, un muchacho de unos veinte años preguntaba una dirección. Por un momento esa visión lo cautivó. Se vio a sí mismo unos cuantos años atrás.
El tiempo pareció detenerse. Ni el ruido de las bocinas, ni el calor agobiante que amenazaba con aparecer, ni el olor a café lo sacaron de su estado. Miraba fijo el edificio de la Diputaciò y el banco que, aferrado al piso, adorna la rambla. Por un minuto una sensación de nostalgia lo invadió. Recordó aquel día en que cargado de apuros y de papeles se sentó cansado en ese banco.
Había sido su primer día en la ciudad. Recordó su asombro cuando miró la cúpula del edificio de la Diputaciò. Pensó que desde aquel día no lo había vuelto a mirar a pesar de haber pasado por allí más de un millar de veces. Es que a veces, se dijo recordando un comentario, los lugares que el primer día son extraños mágicamente se transforman en habituales.
Un taladro lo rescató de la ensoñación. Era hora de realizar el trámite, por última vez.
***
Tomo el metro al salir. No volvió a detenerse en la Diputaciò, ni en su banco, ni en ningún recuerdo. Quería escapar de ellos. No podía permitirse la nostalgia que le producía un lugar que no era el de él. Sin embargo la sensación volvió a asaltarlo en el metro. Ese olor. Ese olor, se repetía a si mismo. Ese aroma poco agradable del metro barcelonés lo transportaba. Lo llevaba a otro tiempo. Un tiempo que estaba muriendo.
No rompió con su rutina. Se encontró con su amigo. Un saludo ameno, una charla normal y las quejas de siempre. Mientras su compañero hablaba con el inglés más familiar de todos, él pensaba en cómo ese hombre podía haberse convertido en su amigo. Pero lo era. Lo conocía a la perfección. Habían vivido juntos al llegar. Habían vivido juntos muchas más cosas de las que él podía haber imaginado. Habían compartido soledades, llantos, muchos llantos, y muchas risas. Habían creado un código secreto entre ambos hacía ya mucho tiempo.
Por uno de esos códigos podía él usar la oficina de su amigo. Eso hizo. Como siempre. Como un día más. Entre cigarrillo y cigarrillo en el balcón de esa universidad había conversado tantas cosas con aquel hombre que hasta hoy no sabía donde estaba Uruguay.
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Era su última vez. Al menos eso sentía. Ya nada sería igual. Ya nada era igual. Sintió que sino partía rápido una rara tristeza lo abrazaría. Tenía que ver algunos amigos pero prefirió posponer sus compromisos y dedicarse a lo que más le gustaba hacer en Barcelona. Perder horas en la librería la Central de la calle Elizabets en el Raval.
Esa calle tenía un encanto que lo había atrapado desde el primer día. Una calle que no tenía nada de extraordinario lo enamoró desde el día que llegó. De un lado un hotel que intentaba vender un diseño, del otro, una vieja iglesia convertida en instituto de investigación y a su lado, en silencio, un viejo convento convertido en librería.
Entró. El olor a libros lo abrazó. Tenía más de dos horas y las pensaba perder en esa librería.
La planta baja estaba cargada de literatura. Buscó y buscó. Ojeó todo lo que pudo y le recomendaban. Hasta que Borges lo asaltó. Había visto en Ámsterdam un ejemplar de ese libro en casa de un amigo. Se acercó a él con respeto. Lo abrió. Y se perdió en él durante un tiempo. Bioy conversando con Borges. Era demasiado, pensó. Cada página podia sacarle horas de su lectura obligada. Al fin y al cabo debía terminar de una vez su tesis doctoral. No podía seguir entreteniéndose con Borges.
Soltó el tomo con bronca. Como quien no quiere desprenderse de algo. Enseguida vio que habían traído una nueva edición de las obras completas de Shakespeare. Como un goloso se avalanchó sobre el gigante libro. Era en Inglés. Una belleza. Instantáneamente fue a Hamlet. Hamlet le traía recuerdos. Tal vez hasta por él había conocido a su pareja. Hamlet era su inspiración siempre. Es que no falta nada en esa obra donde la modernidad se resume en un párrafo. Donde se muestra el poder de los fantasmas. Donde se insinúa el individualismo, el liberalismo y sus propias imposibilidades. Donde la sangre, la fatasmalogía y la duda racional lo constituyen todo.
Miró el Borges de Bioy y el tomo en inglés de Shakespeare. No podía otra vez, permitírselo. Ya llegará el momento, se dijo. No había tiempo que perder. Necesitaba salir de esa sección antes de encontrar algo más. Pessoa amenazaba con aparecer en cualquier momento. Demasiados recuerdos. Se apuró para subir al primer piso. Ese si le era familiar.
Historia en el entresuelo a la derecha, a la izquierda teoría política y en cada costado antropología y sociología. Lo conocía de memoria. Hasta todavía estaba el tomo que reservó y nunca compró de la Historia secreta de los mongoles. Miró las novedades. Nada nuevo, salvo una traducción de Koselleck de Tecnos que le llamaba la atención. Pensó que Tecnos había leído su pensamiento, estaban traduciendo aquellos libros que él pensaba a nadie ya le importaban un bledo. A la derecha de Koselleck una nueva edición de Mar y Tierra (quien se hubiese atrevido a ponerla a la Izquierda!). Hacía meses que el traductor se había comprometido a enviarle un ejemplar. Tuvo la tentación de comprarla pero desistió. Debía confiar en su colega.
En su mente sólo había una cosa. Encontrar las cartas de Strauss a Schmitt. Había, según Internet, un ejemplar. Pero no estaba. Irene, paciente empleada que ya conocía los pedidos estrambóticos que él solía hacer, le dijo calmándolo, como se calma a un niño caprichoso, que el jueves lo podía retirar. Sintió frustración, pero Irene –quien por observación conocía los placeres de su cliente- inmediatamente lo sedujo con una nueva edición del Nomos de la Tierra. Imposible resistir la tentación. Fue entonces cuando en la mesa principal vio un tomo que le sonaba conocido. Lo abrió. Vio escrito en el capítulo 4 su nombre. Sonrió, y con una lentitud extraña en él lo dejó donde estaba. Lo invadió el orgullo. Compartía, aunque limitada y ocultamente, cartel con los sabios que habitaban los estantes. Casi casi, sintió vergüenza.
Salió con su flamante Nomos y una traducción castellana difícil de encontrar de Strauss. Sintió orgullo. Se sentó, como lo hacía ya hace muchos años, en el café de la librería a ojear con gula sus nuevos tesoros. Esta vez, dado que había visto su nombre en esa mesa, no leyó. Estaba demasiado nervioso, ansioso, avergonzado y orgulloso como para hacerlo.
Volvió a recordar el primer libro que había comprado hacía mas de tres años en esa misma librería de sus sueños: “Natural Right and History”, podía hasta recordar de que lugar del estante lo sacó.
***
Tomó el tren. El calor otra vez. El peso de la mochila. El viaje. Y ese olor.
Encontró sitió en uno de esos asientos de a seis que nadie sabe para que están hechos. Nadie, de un tamaño razonable, cabe en ellos. Frente a él una pareja de jóvenes hablaban un inglés con acento marcadamente londinense. A su lado, un muchacho con cara cansada de facciones árabes. Sólo podía mirar por la ventanilla para no invadir al resto.
Se perdió en el paisaje de obra hasta que, repentinamente, el mar. Un color turquesa, casi transparente, lo asaltó entre las montañas. El color del cielo en el atardecer mediterráneo merecería un capítulo. El tiempo se detiene. El tren se hace ameno. Todo se vuelve, perfecto.
La tristeza lo volvió a invadir. El recuerdo de la más abrumadora soledad que sintió aquel día mirando el mismo paisaje lo asustó. Tenía miedo. No quería pensar. Quería leer. No podía. Todo lo transportaba hacia una emoción de la cual quería escapar.
Fue al recordar su cara tierna en aquella primera visita de domingo a Sitges que todo se derrumbó. La recordaba sentada frente a él, sonriendo cómplice. Preocupada por él, pero contenta. Temerosa del futuro pero arriesgada. Como siempre. Fue en ese momento que descubrió que extrañaría: que irse, como ya le había pasado, representaría media muerte.
Fue en ese momento que descubrió que debía volver. No estaría el mar, pero ella lo estaría esperando.
Encontró sitió en uno de esos asientos de a seis que nadie sabe para que están hechos. Nadie, de un tamaño razonable, cabe en ellos. Frente a él una pareja de jóvenes hablaban un inglés con acento marcadamente londinense. A su lado, un muchacho con cara cansada de facciones árabes. Sólo podía mirar por la ventanilla para no invadir al resto.
Se perdió en el paisaje de obra hasta que, repentinamente, el mar. Un color turquesa, casi transparente, lo asaltó entre las montañas. El color del cielo en el atardecer mediterráneo merecería un capítulo. El tiempo se detiene. El tren se hace ameno. Todo se vuelve, perfecto.
La tristeza lo volvió a invadir. El recuerdo de la más abrumadora soledad que sintió aquel día mirando el mismo paisaje lo asustó. Tenía miedo. No quería pensar. Quería leer. No podía. Todo lo transportaba hacia una emoción de la cual quería escapar.
Fue al recordar su cara tierna en aquella primera visita de domingo a Sitges que todo se derrumbó. La recordaba sentada frente a él, sonriendo cómplice. Preocupada por él, pero contenta. Temerosa del futuro pero arriesgada. Como siempre. Fue en ese momento que descubrió que extrañaría: que irse, como ya le había pasado, representaría media muerte.
Fue en ese momento que descubrió que debía volver. No estaría el mar, pero ella lo estaría esperando.
4 comentarios:
Por Dios que lindo! Es lo primero que leo despues de un tiempo de retiro voluntario de la blogosfera y me facinó. Que bien escribis y que bien transmitidos estan los sentimientos. A mi me pasan cosas parecidas, ya vamos a ir conociendonos. Si, volve cuando quieras, yo quisiera ponerte entre mis links porque me gusta mucho el contenido de tu blog.
En las librerias me pasa exactamente lo mismo...
saludos
M
Margarita,
Gracias por tus comentarios. Por supuesto, seria un gusto para mi que me incluyas entre tus links, Yo hare, si me lo permitis, lo propio.
Beso y la seguimos.
N.
Que fascinante fue leer tu "nostalgia" (por cierto, muy parecida a la mia). Una amable y cálida forma de detallarla... Con Hamlet me pasa lo mismo, una inspiración siempre... Estoy de acuerdo en todo lo que decis de Hamlet, pero te faltó la cuestión fundamental: Ser o no ser...
Te felicito por lo escrito! Muy bueno!
Gracias Florencia!.
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